Nunca pensé que tener 39 años significaría tantas cosas, no sé si lo que me pasa le suceda a alguna otra precuarentona, pero más de una tiene que estar sintiendo lo mismo. Antes de los 39 yo era sólo una mujer signada por sus problemas de infertilidad. Quizá el término sólo esté demás aquí, porque ser una mujer infértil es una epopeya, que nunca puede ir precedida de un sólo. Lo que sucede es que tener un problema de infertilidad antes de los 39 es una batalla, después de los 39 es el ocaso de una guerra de desgaste que ya solo se cuestiona si colocar un punto final o un punto y aparte.
Yo llevo mucho tiempo lidiando con ese tema y puedo decirles que he aprendido a compartimentar mi angustia, que por momentos he logrado ser sólo una mujer de 39 años, sin ningún adjetivo detrás. Cuando estoy en ese plano me doy cuenta de las otras cosas que significa tener 39 años. Las señales me llegan por distintas vías y de formas muy sutiles. Dejemos de echarle la culpa al chico al que se le escapa la pelota y te grita “Señora, me alcanza el balón?” Lo que me avisa que estoy en esa etapa de temprana senectud es el deseo irrefrenable de querer empezar de nuevo, es un espiritu temerario que se apodera de mi, que me invita a hacer todo lo que quiero hacer, todo lo que aún no he hecho y que es imprescindible para seguir viviendo la vida en paz.
No se trata de aventurarme a hacer viajes exóticos o cosas estrafalarias, no se trata de cumplir los sueños postergados. Hablo de un espíritu temerario, no aventurero, el aventurero ya pasó cuando tenía 20 años, en aquellos tiempos en que el mundo estaba a mis pies, y solia ser yo algo más que una cara bonita. Solía reír a carcajadas y decir cosas interesantes, solía ir a trabajar en bicicleta disponiendo y decidiendo sobre cuanta cosa se me ponía por delante, eran tiempos en que no tenía que preguntarle nada a nadie, porque tenía todas las respuestas, y si no las inventaba. Cuando tenía mi cuarto lleno de frases que escribía en la pared porque me daba la gana, porque creía que la vida era una frase, que todo lo que uno podia querer saber, decir o necesitar, estaba escrito en alguna parte y yo debía solamente acumular esa sabiduría que había dejado de caber en mis cuadernos y que empezó a acapararlo todo, cuando tenía un novio que me cantaba canciones por teléfono de madrugada mientras las componía. Eran tiempos de abrazos y de apretones, pero sobre todo de palabras, tiempos esos en los que una habla y el mundo escucha como una profesía, tiempos en que te pones una camisa y una corbata y te tomas un trago, y te fumas un habano y escribes una carta, tiempos en que la luna se confabulaba con el mar, para que brillara la sal de tu piel y entonces te dieras cuenta de que estabas hecha de espuma, de una espuma que al final nadie podía atrapar, porque una estaba ahí pero era inalcanzable. Todos, en la medida de las posibilidades hicimos lo más arriesgado que pudimos sin pedirle permiso a nadie, unos se fueron a Europa con una mochila al hombro, otros nos fuimos a la playa a hacer el amor entre las uvas caletas. Yo hablo ahora de temeridad, de un tipo de riesgo más grave, de cuando te das cuenta que ya has vivido la mitad de tu vida, y tienes que decidir qué vas a hacer con la otra mitad.
Continuará...