Wednesday, August 26, 2009

La cuenta de la luz

Cuando llegué al aeropuerto Lucía me estaba esperando. Mirando desde ese pasillo por donde los que llegan vemos a los que esperan, vislumbré a una mujer de pelo crespo y maquillaje natural que resaltaba sus ojos cubanos, amulatados, demasiado habaneros para ser porteños, demasiado porteños, para ser, aún volver a ser, cualquier otra cosa. Nos fuimos a su casa, ya en Baires no tenía casa yo, era la primera vez que iba a Buenos Aires de visita. Era casi como entrar a la casa de mi infancia, esta vez habitada por otros dueños, un lugar que me perteneció algún día pero que ahora solo podía ver con las manos en los bolsillos, un lugar donde ya no tenía un verdulero donde comprar los tomates, ni un laverap donde lavar mi ropa, ni un placar donde colgarla.

Tampoco iba a otra cosa, iba a presentar mi libro, tal vez asistiría a alguna tertulia si me quedaba tiempo. No quería visitar amigos, cuando te has ido de un lugar sin despedirte, cuando ese lugar aún te duele, cuando han pasado tantas cosas en tu vida y casi casi tienes que empezar de cero, no quieres dar explicaciones. Llegamos a una casa cálida a pesar del frío, -Buenos Aires tiene eso-, un frío que raja las piedras, un frío que hace que te tengas que poner un gorro en la cabeza para que no se te enfríen las ideas. Solté mis cosas en el cuarto que Lucía me había preparado, decorado con sus pinturas como el resto de la casa, y casi inmediatamente salimos a comer, allí cualquier lugar tiene buena comida, hasta los tugurios de mala muerte. Nos fuimos a La Farola en la Avenida Santa Fe, casi llegando a Callao. Me gusta ir a los mismos lugares, me gusta que todo esté allí donde lo dejé. Todo lo que permanece en el mismo lugar donde lo dejamos, de alguna manera nos ha estado esperando. Teníamos cosas que contarnos, pero por muchas que tuviéramos que añadir, siempre era más importante lo que ya estaba dicho. Por eso hablábamos usando tan pocas palabras. Ya sabía yo por correo que se había separado de Arnaldo, pero me faltaba la versión cara a cara, esa con pelos y señales, con ojos y pestañas, café por medio, vino y cigarros, la parte no literaria del asunto, las cruces, las tachaduras, las enmiendas, las erratas. ¿Qué pudo haber pasado con alguien que tuvo el arte de viajar a lo imposible para no darle lugar a frustraciones? Esa persona con la cual ella podía ser ella misma, ese alguien que la quiso una vez tanto que cuando ella quiso un gato, gato fue, una bebida, un orgasmo, un viaje a Buenos Aires, todo eso fue…

- ¿Y… qué pasó con Arnaldo? Pregunté. Ella tomó aire y luego tomó la palabra…
- Tengo que decirte algo. Lo dijo en un tono seco y firme, como se dice solo lo grave y lo definitivo. Y lo tienes que saber por mí y ahora, no sería bueno que te enteraras por otra vía.

Empecé a agarrarme de las patas de la mesa.

- Estoy enamorada, dijo. Un día me metí en un chat, en uno de esos foros del internet, y conocí a una persona que vivía en las afueras, me tomé un tren hasta allí y empezamos una relación que se esfumó en unos días, duró menos que un merengue en la puerta de un colegio. Pero después vino alguien especial, es la persona con la que vivo ahora, el cuerpo me tiembla de solo pronunciar su nombre.

- Pero cuando eso vivías con Arnaldo todavía. ¿Se lo dijiste? ¿Cómo lo tomó?

- Se lo dije, por supuesto que se lo dije, y lo tomó mal, pensó que era un catarro que en siete días se me iba a quitar. Yo recogí mis cosas, le di un abrazo y me fui. A cada rato veo la luz del pasillo que dejó encendida para cuando yo regrese.

En eso sonó su teléfono.

- ¿Le puedo decir que venga? Quiero que la conozcas.

A los veinte minutos apareció Fernanda, con un pelo negro liso y una timidez, como si con ella quisiera ocultar de algún modo su belleza. Su silencio atronador me recordó esa tensa calma que dicen que hay en el mismo centro, en el ojo de los huracanes. Ahí supe que Lucía no se andaba con chiquitas, y pensé, vaya usted a saber por qué, en la cuenta de la luz del apartamento de Arnaldo.